Santos Lugares, 6 de julio de 2009
La sonrisa de María Luisa
María Luisa vive en un paraje de apenas tres casas, en Las Palmitas. Un lugar lejos de todo. Con sus apenas 45 años, vive con su marido y sus hijos. En las otras dos casas están sus dos hijas cada una con la familia que ya han formado.
Cuando visité a María Luisa no hubo nada que me llamara directamente la atención. Tal vez un poco su historia. Había enviudado de joven y se había casado con el hermano de su marido, con el que tuvo trece hijos. Ahí los había ido criando y mandando a la escuela que les queda a unos 10 km de distancia. Recorrido que hacen en bicicleta día tras día.
Alguien se había sorprendido al enterarse de que yo iba de visita para Las Palmitas, ya que según el decir de algunos, eran un poco baguales, es decir, de dispararle a la gente, huir un poco del contacto humano, incluso con la posibilidad de que al llegar se escondieran y no quisieran salir de la casa. Lo mismo con el tema de la fe. Ya me habían anticipado que habían ahí muchos chicos por bautizar y algunos ya medio grandecitos.
Así fue como llegué a lo de María Luisa. En realidad, en ese día no estaba en mis planes pasar a visitarlos, ya que tenía pensado pasar por otro paraje. Pero bueno, la cosa fue que llegué temprano a la escuela de Milagros donde estuve esa mañana de lunes compartiendo con los niños y luego celebrando la misa con ellos. Cuando ya me estaba preparando para irme a Quirquincho a visitar a una familia, me dicen que no iba a ser posible porque no estaban. Por eso, me invitaban a almorzar por ahí cerquita y luego yo disponía a donde ir. Fue ahí que le dije a los chicos de Palmitas, que ya estaban preparando sus bicicletas para el largo recorrido cotidiano, que en un rato iba a andar por sus casas.
Luego del almuerzo en lo de la familia de la maestra de la escuela, me fui con dos chicos de ahí rumbo a las Palmitas. Cuando llegamos, el mate ya estaba preparado y esperando nuestra visita, ya que hace un ratito nomás que habían llegado los chicos con la noticia. Enseguida mis compañeros de viaje fueron a jugar a la pelota con sus amigos de escuela, mientras el mate iba pasando de mano en mano, acompañado de pocas palabras, pero bien sentidas y que brotaban de una profunda gratitud de recibir la visita de su sacerdote. Así fue como transcurrió esa hora de visita, donde me sentí muy bien recibido, tal es así que antes de partir pateé un rato la pelota con los chicos, luego pasamos a la casa de su hija donde también compartimos dos o tres mates, ya que se nos hacía tarde para la misa en El Porvenir, donde me estaban esperando. Nos despedimos, con la promesa de una futura visita ante la inevitable e ineludible pregunta de aquí: ¿para cuándo la vuelta, Padre?, y con la alegría del rato compartido.
El sábado siguiente fui para Vinal Viejo, una comunidad muy pequeña a unos 40 km de Santos Lugares, que tiene una capilla familiar de adobe (barro y paja) donde se encuentra una imagen de la Virgen de Luján con varias promesas cumplidas o exvotos de la gente, de ahí el nombre con el que la llaman: la Milagrosa, y también otro nombre muy cariñoso y que me dejó pensando mucho: la Llamadora, porque parece que es la que llama a sus hijos a reunirse a rezar, la que convoca a sus hijos de lejos. Esta imagen tendrá fácilmente unos 150 años, ya que era propiedad de la abuela de Doña Rosa, la abuelita de 83 años que vive ahí, cual Negro Manuel, cuidando o siendo cuidada por la imagen de la Virgen. Allí se detienen a rezar muchos de los peregrinos que llegan anualmente a rezar a la Virgen de Huachana.
En Vinal Viejo vive la nieta de Doña Rosa, Silvia, catequista de dicha comunidad, en la escuela de Chañarito, a unos 4 km de ahí. Domingo tras domingo convoca a los changuitos de ambos parajes, en la capillita para enseñarles la catequesis. Ella comenzó este año con mucha decisión, luego de la invitación abierta que hicimos en la primera misa celebrada en ese año en Chañarito. Tan en serio se tomó su misión que al llegar al paraje aquel sábado, mientras iba saludando uno por uno de los allí convocados por la Llamadora, me desayuno de que esa mañana íbamos a tener las primeras comuniones. Casi me caigo sentado mientras me lo decía con total naturalidad, avisándome que ya la gente estaba invitada y preparada para este acontecimiento, lo mismo que el almuerzo de festejo.
Debo confesar que esa noticia me llenó de alegría por el coraje de esta catequista, y por su celo porque sus niños recibieran a Jesús. Luego caí en la cuenta, no sin dolor y con un poco de vergüenza, de que esta decisión brotaba también del miedo de que el cura no fuera más para allá, pese a nuestro compromiso de la visita y misa mensual. Por eso dispuso todo para ese día. Luego de haberme asegurado de que continuaran con la catequesis dominical después de recibir la primera comunión, me senté a confesar uno por uno a los niños, en la capillita, al amparo maternal de la Llamadora. Una vez reconciliados los niños, invité a los adultos que quisieran aprovechar la ocasión para volver nuevamente a los brazos del Padre de las Misericordias.
Grande fue mi alegría cuando entre los adultos que se acercaron, entró María Luisa en la capillita y me dice que esa era su primera Confesión. También manifestó su deseo de recibir su primera Comunión. No sentía vergüenza de hacerlo ahora, ni de quedar de alguna manera expuesta frente al resto de los vecinos que se habían acercado para la misa. Con una gran sonrisa en los labios, una sonrisa que dudo que se borre de mi memoria, me agradeció la visita del lunes pasado. Con mucha sencillez me dice que nadie antes se había detenido ni se había interesado por ellos. Eso le movió a acercarse a recibir a Jesús en la Eucaristía por primera vez en su vida, sin que nadie se lo hubiera dicho, ni le hubiera ofrecido la posibilidad de hacerlo. Eso le movió a desplazarse ese sábado esos 7 km que distan de Palmitas a Vinal Viejo, de a pie para encontrarse con Jesús Pan de Vida.
En la Misa que celebramos esa mañana, ocho niños hicieron su primera Comunión, junto a María Luisa, quien durante toda la celebración tenía la mirada fija en el altar, y una sonrisa fija en sus labios. Concluida la misma, compartimos el almuerzo en la mesa familiar de Doña Rosa. María Luisa seguía sonriente y feliz. Pocas palabras y un gran misterio detrás de su mirada. Mirada de paz, de alegría, de gratitud y orgullo. Mirada misteriosa que envolvía aquella sobre-Misa que fue aquel almuerzo. Los que habíamos compartido el Pan de la Vida ahora compartíamos el pan cotidiano, prolongando el misterio de Encuentro, de Luz, de Fraternidad. En seguida vino a mi corazón las palabras de la Escritura, brotadas de otra mujer que con humildad recibió otro regalo de Dios: El levanta del polvo al desvalido y alza al pobre de la basura, para hacerlo sentar entre príncipes (1 Sam 2,8). Así fue como María Luisa, la que se sentía al margen de muchas cosas, ante quien nadie se había detenido frente a ella, fue la que terminó sentándose como una comensal de honor en la Mesa del Padre, donde siempre hay Pan y Vida en abundancia.
Esta es una más de tantas historias de vidas con las que me voy cruzando en estos lugares, en estos Santos Lugares a los que Dios me trajo de la mano y que me sigue acompañando sin soltarme. Este es el maná sin demasiado brillo o pomposidad que alimenta mi vida de cada día. Es el pan que alimenta mi caminar por estas tierras. Pan humilde, sin demasiado gusto, pero alimento al fin. Estas pequeñas historias cotidianas me animan cada día a ponerme en camino detrás de la llamada del Llamador, que me convoca a seguir sus pasos, que me convoca a cruzar cada día con Él la orilla, y embarcarme en su balsa.
Gracias por sus oraciones, por su compañía y afecto. Sigan rezando por toda la gente de aquí, y por mí para que aprenda a quererlos más, a tenerles paciencia, a alegrarme con sus alegrías y llorar con sus tristezas. Gracias…
Acá les mando una poesía que surgió como eco de la Palabra de Dios que resonó al meditar el Evangelio del Domingo 21 de junio, el de Marcos 4,35-41.
Crucemos a la otra orilla
Crucemos a la otra orilla
es animarse a confiar,
es soltar toda seguridad
porque nos vamos a la mar…
Es hacerlo juntos,
ni yo solo,
ni vos solo,
ambos, de la mano,
vamos cruzando…
Y en el camino,
en el medio del camino,
cuando ya no se puede volver hacia atrás,
y aún queda mucho por delante,
te quedas dormido,
ahí viene entonces el miedo,
la desesperación,
el terror y la tentación,
el deseo de huir,
pero, ¿hacia dónde?
Ya estoy en la barca,
yo no me embarqué solo,
ni por mi propia iniciativa,
sino siguiendo con obediencia tu invitación.
Ya estamos embarcados en esto,
los dos,
¿por qué, entonces, no confiar?
¿por qué no dejar mis miedos atrás?
A veces el remar se me hace pesado,
difícil, imposible...
La otra orilla no se ve,
está muy lejana,
pero sí hay algunas certezas en el viaje,
no la del llegar,
tampoco la de la meta a alcanzar,
o el hasta donde remar,
sino tan solo la de habernos embarcado juntos
y la de la fuerza de cada día,
que como el maná dejas caer del cielo,
ni más ni menos,
sino sólo lo necesario para el viaje de cada día.
Mañana es otro día,
mañana habrá más maná,
hoy sólo alcanza y no sobra
este maná…
Crucemos a la otra orilla
no es una invitación pasada,
ni un hito en la historia,
sino un eterno presente.
No es sólo una frase bella,
es impulso, orden,
deseo e imperativo.
No puedo quedarme de este lado,
cada día es ir detrás de este llamado,
cada día es dejar y cruzar
soltar y confiar,
cada día es arriesgar y afrontar.
Cada día es soñar con las costas lejanas
de ese mundo nuevo al que nos llevas…
Crucemos a la otra orilla
es susurro, es canto,
suave invitación,
armoniosa sugerencia,
pero también fuerte violencia.
(Santos Lugares, 21/06/09)
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